Una leyenda más de tradición, que como un regalo más de añejos tiempos y que nuestros antepasados nos dejaran escritas con la sencillez generosa y el desprendimiento y minuciosidad que poseían y que con el correr de los años quienes sienten amor profundo al terruño, gozan cuando se les proporciona la felicidad de deleitarnos sobre las ondas benditas del pasado.
Qué hermoso es recordar aquellos tiempos en que se soñaba encontrarse allá por la Garita de Zacatecas con aquellos traviesos duendes que hacían en todas las casas que las ollas de la comida volaran desde la cocina hasta la calle o por los Pirules con los temerosos gigantes envueltos en mantas multicolores que daban miedo o por último, por la Barranca con Nicha Barba arreando sus tres pares de pollinos cargados de leña y que por la madrugada sorprendían a los caminantes y estos cuando armaba plática le preguntaban por su domicilio ella con gracia le decía: " Ya llegando ustedes al jardín nomás preguntan por las barbas del Señor del Encino y en donde quiera les dan la razón". Las leyendas las encontramos con sus detalles sencillos corriendo el velo del pasado por que dejamos envuelto en el espíritu del hombre el precioso perfume que inspira y quita todas las amarguras que oprimen el corazón.
Vamos pues a escuchar lo que relatan dos individuos que amaron con fervor, esta hospitalaria tierra de Aguascalientes que también tiene como otras tan hermosas tradiciones, tan hermosas tradiciones, tan sabrosas leyendas, tan curiosas hablillas, que a todos causan alegres risas.
Escuchemos atentamente la leyenda de la calle de la Soledad, sentémonos, fumémos un cigarrillo saboreando un calientito café negro y espiritualmente transportémonos acompañados de nuestros dos hombres al lugar de la calle, donde sólo era un sitio para el escondite de los malhechores y donde se ponían cita a desafío los valientes del barrio de Guadalupe y el encino.
Nuestros dos hombres en cierta ocasión, después de un consejo íntimo, se decidieron a correr sus aventuras, como estaban acostumbrados, por los suburbio del poblado que era su mayor solaz y preparando sus cuchillos agudos como lancetas, se los colocaban bajo la faja: cogen sus cobijas y las revuelven en el brazo así como si fuera un escudo para defenderse: serían las seis de la tarde del mes de julio; salen por la calle Leona Vicario, toman Josefa Ortiz de Domínguez, llegan al Llanito Plazuela de San Juan, hoy Jardín "Luis Moya" y entran a la Soledad donde era solo una hilera de mezquites por uno y otro lado; allá lejos se encuentra la única casucha de adobe casi destruida, entre la sombra ven un hombre que se asoma en actitud de acecho; allí vive aquel hombre solo, luchando contra el hambre, contra los hombres, contra la naturaleza y más aún, contra su conciencia; no se atreve a presentarse a la justicia porque ésta lo encerraría toda su vida.
Ahí vive como un salvaje; nunca ha llegado a su boca otro sabor que el de la sangre, ni a sus oídos otro ruido que blasmefias; entre las sombras de los mezquites, ya casi obscurece. Aquellos hombres caminaban al encuentro, se acercan con cuchillo en mano decidiendo vencerlo, pero cual sería su sorpresa al ver que aquel hombre había desaparecido ante sus ojos; no avanzaron más. ¡Ay! Dice uno me acuerdo claramente que cada mezquite era un fantasma leñosos que nos llenaba de pavura: pero nuestra alma recobró aliento y nos resolvimos a buscarlo, pero nada!, falló nuestro espíritu y caímos al suelo aletargados por el miedo; ya a que volvimos en sí, recobramos nuevamente aliento y gritamos: ¡Bendita Madre de la Soledad! sálvanos.
¡Ser infame, eres el diablo, tal vez un mal viento te mando por ésta soledad; lo buscamos, lo buscamos y nada más tinieblas; aquel hombre se había consumido en la oscuridad.
Por fin regresamos espantados a dejar las aventuras, pero ocho días después contóse que había un hombre colgado en uno de los mezquites del lugar y fuimos llamados por la curiosidad, ¡Madre de la Soledad!, exclamamos a un tiempo; ¡que horror! aquel cuerpo estaba negro, negro y con la lengua de fuera, eternamente desnudo y con profundas heridas en la cabeza y los pies.
Cuando supo el caso con todos sus detalles el Señor Cura del Templo del Encino, en un sermón encargó a los fieles que por nada de esta vida transitaran por allí, o que si por alguna necesidad lo hacían, pasaran rápidos nombrando a la Virgen de la Soledad y haciendo la señal de la Cruz.
Nuestros buenos amigos no quitaban el dedo del renglón y volvieron por aquel lugar como a los quince días y cuál sería su sorpresa qué vieron por aquel colgado que aún permanecía en el mismo estado, sin descomposición alguna y oyeron que decía con una voz lívida ... ¡Acusad a este mal hombre ...! Asustados exclamaron ¡Virgen de la Soledad!.
Dice la leyenda que el cuerpo del colgado permaneció más días sin entrar en descomposición y no se sabe como vino a para a la puerta del Panteón de San Marcos, en donde con un miedo inexplicable le dio sepultura el composantero.
Mientras tanto, aquella fiera, aquel mal hombre seguía viviendo en su cartucho y seguía haciendo de las suyas; pero a los pocos días se supo que se tramaba de mil maneras su captura y estaba listo a hacer su invocación al demonio para que lo hiciera desaparecer y lograra burlar a la justicia.
Poco tiempo después fue sorprendio y encarcelado por diez años, sin haberle dado tiempo para hacer su llamado al demonio. Cumplida su condena, volvió arrepentido a su terrón gritando con toda la fuerza de sus pulmones ¡Virgen de la Soledad!, líbrame del demonio a quien a quien he ofrecido mi alma porque me desaparezca cada vez que lo quiera y en esta me ha engañado.
Aquel hombre desde entonces, vivió de la caridad, arrepentido y se dice que él pintó el cuadro de la Virgen de la Soledad que aún existe en poder de un viajecito que vive en la Barranca y a quien no ha sido posible sacarle dicho cuadro por ningún dinero, de ahí el nombre de esta calle a que nos hemos estado refiriendo.
Autor: Prof. Alfonso Montañez