El Aparecido en la Vereda |
Corría el año de 1860. Era el mes patrio, acababa de llover y sonaba la campana mayor de la parroquia anunciando la hora del alba.
Los señores don Margarito López, don Néstor —su hermano— y don Lucas Infante, ricos viejecitos del pueblo de San Marcos, acompañados de sus familias y algunos vecinos más, cumplían su cotidiana devoción de asistir a la misa de alba que se celebraba en el templo de Guadalupe.
Los señores López vivían en lo que fue la calle de Hebe, hoy Manuel M. Ponce, únicas casas que ostentaban portadas de hermosa cantera y arquitrabes de estilo dórico. Además, eran propietarios de las huertas que se extendían hasta la salida al río de Los Pirules.
Apenas sonaban las campanadas del alba, los señores salían con presteza de sus casas, tomaban la segunda de Hebe, atravesaban la Plazuela de San Marcos y entraban en la vereda estrecha, tupida de mogotes, que comenzaba en la bocacalle de Rivera.
Como a unos ochenta pasos, hacia donde estaba la huerta de los señores Leos, se apareció el individuo del ala monstruosa del chambergo, del que tanto se decía.
No es extraño que una leyenda tenga su origen en la tradición, y quizá de ahí venga la verdad de este suceso.
El aparecido, según contaban, era una figura envuelta en un traje negro, muy raído, una masa humana en la que el dolor parecía aletear con misterio insondable. Cada día era el mismo cuento —viejo y nuevo a la vez— que llenaba de pavor a los vecinos.
A diario, el hombre insistía en su aparición y nunca había pronunciado palabra… hasta la décima vez, cuando habló con voz cavernosa:
“Tú… Néstor… tieeeneees… uuuna… eeeenfeeermitaaaa… llééévameee… cooon ellaaaa… yooo te laaa cuuuraaaré…”
Aquella voz profunda y terrible formó un cuadro espantoso. Los que vieron y oyeron salieron corriendo en distintas direcciones, pero curiosamente todos llegaron al templo de Guadalupe, oyeron la misa y, a la salida, contaron al capellán lo sucedido.
El padre les aconsejó que llevasen al hombre misterioso con ellos, y así lo hicieron al día siguiente.
Durante la misa invitaron al hombre del bastón retorcido, quien les dijo que regresaran a casa, que él estaría luego allí.
Entraron a la habitación de la niña enferma y, tras un largo rezo, aquel hombre —con ademanes ceremoniosos y extraños— puso la mano sobre el rostro de la pequeña. La niña quedó espantada para siempre… pero no sanó enseguida.
El hombre desapareció sin dejar rastro. Desde entonces, los señores López cambiaron de camino: tomaban la calle Democracia y luego la vereda donde hoy corre la calle Bravo, para llegar al templo.
A fines del año de 1880, aún se contaba la historia del aparecido en la vereda.
Años después, la leyenda creció. Se decía que don Néstor volvió a ver al mismo individuo en varias ocasiones, con más temor y zozobra cada vez.
En una de esas apariciones, el hombre le reveló que había una fuerte cantidad de oro enterrada en una noria casi cegada, dentro de la huerta de los señores Leos, desviada cuatro metros hacia el sur.
Los vecinos del barrio aseguraban que aquella noria comunicaba con un túnel que llegaba hasta atrás del templo de San Marcos. Años después, en 1928, una vidente que llegó a establecerse en la capital confirmó aquel dicho.
El aparecido le indicó a don Néstor cómo debía distribuir el tesoro: una parte para pagar misas gregorianas, otra para saldar una cuenta con su hermano don Margarito, y la tercera para él mismo.
Refieren los que vivieron más tiempo que Vicente Leos, uno de los hermanos menores que sobrevivió años después, contaba que el aparecido se transformó en el tronco de un peral, cuyo perfil parecía dibujar exactamente su figura.
Con el paso de los años, en aquella vereda se construyó la calle de Rivera.
Hasta aquí la leyenda del aparecido, que jamás volvió.
Prof. Alfonso Montañez