La vida provincial aún hablaba en las calles, en la voz de los pobres que declamaban oraciones en verso pidiendo una corta caridad. Todavía se veía pasar el Viático, ante el cual todos se descubrían y se arrodillaban con devoción.
Los sacerdotes vestían sus finas capas con libertad, y al dar la campana mayor de la Catedral el toque de las tres de la tarde, la gente, tanto en la vía pública como en sus casas, se arrodillaba para rezar el Ángelus.
Aún se escuchaban los toques de campana llamados “Vacante” y otros llenos de júbilo y entusiasmo, cuando el sonar grave de los badajos se alternaba armoniosamente con el tintinear de las esquilas. También existían los toques solemnes de consagración de nuevas campanas, los que anunciaban su elevación a las torres y otros de carácter extraordinario. Eran toques históricos, llenos de sentido y solemnidad, que deberían recordarse siempre.
Por aquellos años, los hombres que luchaban por la vida llenaban las calles con sus pregones, vendiendo sus mercancías en tonos muy variados: “raíz, tatemada, fruta de horno, mueganos, correosas, alfajor…” Algunos cantaban sus ofertas con gracia, otros lo hacían con fuerza. Todos vestían calzón ancho, perfectamente planchado y “pisado”, al igual que la camisa. Eran figuras simpáticas, casi como faroles valencianos que iluminaban la ciudad con su presencia.
La vida, en aquel tiempo, era más activa y culta. La gente vestía mejor, asistía con frecuencia a tertulias y reuniones; los hombres acudían a los platicaderos que existían en distintos rumbos de la ciudad, o se daban cita en el Teatro Morelos, en las representaciones de primavera y en otros espectáculos.
La ciudad contaba con muchos moradores de espíritu aristocrático. Todos se trataban con cortesía y amistad sincera; compartían el gozo de cada acontecimiento. Todo era fiesta, todo era armonía, y el bullicio del día parecía una música que alegraba la vida.
Pero cuando caía la noche, y el silencio se imponía sobre el rumor del día, una figura misteriosa comenzaba su recorrido.
Un hombre salía cada noche a caminar alrededor del jardín de San Marcos, cubierto con un hábito franciscano, el capuchón sobre el rostro, una linterna encendida en una mano y una calavera en la otra. Así, iba asustando a todo aquel que encontraba a su paso.
Los vecinos de los alrededores, al escuchar sus pasos, se asomaban con espanto por las celosías de las ventanas y murmuraban mil conjeturas sobre aquel fraile encapuchado. Muchos, temerosos, le rezaban un Ave María por su eterno descanso, esperando con ello ahuyentar su alma errante.
La aterradora historia del Encapuchado corrió pronto por todo el pueblo, y el pánico se extendió. Los que tenían que pasar por el jardín desde el atardecer casi cerraban los ojos, repitiendo:
“Ojos que no ven, miedo que no se siente.”
Así transcurrió el tiempo, hasta que un día, uno de los leñadores que solían instalar su puesto en la plazuela frente al templo decidió enfrentarse al misterioso espectro.
Una fuerza extraña —dicen— lo impulsó a hacerlo. Pero al intentar detenerlo, el Encapuchado le asestó un fuerte golpe en el pecho y, ante los ojos atónitos del leñador, se desvaneció atravesando la puerta del templo, que a esa hora se encontraba cerrada.
El pobre hombre quedó paralizado, sin poder moverse del susto.
Días después, un cortejo fúnebre avanzaba por ese mismo camino rumbo al panteón de San Marcos, que entonces se ubicaba en el arroyo del Castillo.
Dentro del ataúd iba nada menos que Pedrito Herrera, el osado leñador que se había atrevido a enfrentar al misterioso Encapuchado.
Los años pasaron, y con ellos la leyenda del Encapuchado se fue desvaneciendo poco a poco entre las generaciones…
pero todavía hay quien asegura haber visto una luz moverse entre los árboles del jardín cuando cae la noche.
— Prof. Alfonso Montañéz