La Indita de Aguascalientes |


Muchos años antes de que el pueblo de Aguascalientes pasara a ser Villa, con su gobierno por reales cédulas, vivía una honorable familia chichimeca en una humilde choza situada al lado sur del hoy jardín de Zaragoza. Tenían una linda niña de nueve años de edad, de mejillas coloradas como manzanas, alegre y vivaracha.

Sus padres adoraban al Nemio (dios de los mercados), por ser éste su proveedor; lo curioso era que la niña adoraba al dios Chilinche, que era ciego. Este dios la quería mucho y, a la muerte de sus padres, le envió un emisario para que la cuidase.

La niña sobrevivió a sus padres hasta la edad de treinta y ocho años, en la cual tuvo muchos devaneos, de resultas de los cuales su dios le habló y le preguntó qué era lo que ambicionaba, diciéndole que sería inmediatamente servida en todo hasta su muerte. Pero aconteció que, extraviado su cerebro, quedó tan locuaz como una urraca y tan sin acierto como esas mujeres llamadas vulgarmente marisabidillas.

Así permaneció algunos años, hasta que su dios, compadecido, pidió a los demás dioses que lo ayudaran para sanar a aquella indita de mejillas coloradas. “Concedida”, dijeron los dioses, y al momento quedó sana, pero con la condición de que había de poblar todo aquel sitio donde vivía.

Chilinche les dijo: “Pronto serán servidos”. Y la indita, que tal oyó, partió sin espera al lugar de su oratorio, que era un pequeño departamento de su mismo jacal, donde tenía el libro de sus misterios y sucesos notables escritos por ella.

Entonces Chilinche le dijo: “No es tiempo aún de poblar estos lugares. Espera, yo te avisaré”.

La indita le advirtió que cuanto más pronto cumpliera el compromiso con los dioses del otro lado sería mejor, pero el dios le repitió: “Espera…”.

Ella siguió con su libro divino, hecho de papel de hojas de maguey —planta que abundaba en el lugar—, y escribe que escribe, signos y más signos, que según ella, el futuro le daría honra.

Pasaron los días y, madurado el plan que la indita había escrito, lo propuso a Chilinche. Éste le señaló el primer punto donde podría poner en práctica su proyecto, y enseguida se puso en obra: fabricó una gran cantidad de muñecos de barro para repartirlos, darles aliento de vida, y así quedaría poblado el rumbo de Zaragoza.

La indita fue tan incorruptible y bondadosa con sus pueblerinos que éstos le rindieron culto hasta el extremo de confundirla con los dioses; y las ofrendas que le hacían eran leche y miel.

Después de su muerte, fue reverenciada como diosa por los habitantes que ella misma había creado. Celebraban sus novenarios con ayunos sujetos solo a queso y miel, y con la penitencia de clavarse espinas de maguey en las rodillas.

Los nuevos pobladores, recordando a la reverenciada indita, le dedicaron la primera calle que se formó, dándole su nombre.
Hoy, ese lugar es el final de la calle Juárez.

Prof. Alfonso Montañez