Los Caporales Ardilla y Comal |


Ardilla era un hombre robusto, de finos modales y, por lo mismo, muy querido por sus amos y señores. Su nombre era José Altamirano y Ardilla. Siempre portaba un impecable traje de charro y se distinguía por su nobleza en el trabajo.

El caporal Comal, llamado Juan Manuel Espino y Comal, debía su apodo a una ingeniosa idea. En una ocasión propuso a sus patrones que el hierro con que marcaban el ganado tuviera la forma de un disco con asa, para que los animales pudieran distinguirse fácilmente a la distancia. Los patrones aceptaron la propuesta sin objeción, y comentaron entre ellos: “Esto es un verdadero comal”. Desde entonces, Espino fue conocido como el caporal Comal.

Ambos hombres servían a los señores Marqueses de Guadalupe. Ardilla se encargaba de las tierras del sur y Comal de las del norte. A pesar de la distancia, siempre mantenían comunicación constante. Desde el Cerro del Picacho hasta los cerros de Pabellón, sus voces podían escucharse gracias a unos cuernos especiales, bien conocidos entre los vaqueros.
Estos cuernos tenían un alambre en forma de espiral, cuyo extremo se fijaba a la parte aguda, donde había una pequeña bolita. El pabellón amplificaba tanto la voz que podía oírse a grandes distancias. Así, con aquel ingenioso instrumento, los caporales se comunicaban a diario para coordinar su trabajo.

Aquí da principio la leyenda, mi querido lector. Atiende bien:
Se cuenta que los animales de la hacienda comenzaron a desaparecer día tras día, en gran número. Ardilla, preocupado, informó de inmediato a sus amos sobre lo ocurrido.

—Solo hay una parte sin vallado —dijo—, desde este punto hasta Peñuelas. Si se completa la cerca hasta la división, evitaremos que los animales se escapen.

—Que se haga enseguida —ordenaron los marqueses—, lo más pronto posible.

—Hoy mismo comenzaré —respondió Ardilla—. Le aseguro a usted que, al canto de los primeros gallos, la obra estará terminada.

Esa misma noche, alrededor de las ocho, el caporal Ardilla se dirigió al Cerro del Picacho, al sitio donde solía hablar con Comal, para comunicarle el compromiso adquirido con sus amos.

—Eso es imposible —le dijo Comal—, no podrás cumplir tu promesa.

Desesperado, Ardilla hizo entonces un pacto con Lucifer. Le ofreció su alma a cambio de que el trabajo quedara concluido antes del canto de los primeros gallos.

Una voz de caverna respondió desde las sombras:
—¡Convenidos! ¡A la obra!

De inmediato, legiones de demonios aparecieron y comenzaron a cavar la tierra con furia. Trabajaron sin descanso, y a la hora convenida, el vallado quedó terminado.
Lucifer le advirtió a Ardilla que en doce días regresaría por su alma.

Cuando el plazo se acercaba, Ardilla se volvió triste y pensativo. La marquesa notó su pesar y, con cariño, le preguntó qué le ocurría, pues antes era alegre y ahora solo suspiraba.

—Señora —confesó—, he ofrecido mi alma a Lucifer a cambio del vallado. En tres días se cumple el plazo… y ya no estaré aquí.

La marquesa, con ternura, le respondió:
—Si es así, José, no temas. Toma este crucifijo, póntelo al cuello y, mientras caminas, repite con fe: “¡Ave María!”. Él no podrá tocarte, tenlo por seguro.

Ardilla también confió su pena a Comal, quien le aseguró que nada malo le pasaría. El caporal rodeó todo el cerro con pequeñas cruces para proteger a su amigo.

Llegado el día, el diablo, enfurecido al no poder acercarse al sitio convenido, esperó a Ardilla fuera del cerco. Cuando lo vio salir al campo, lo sorprendió y, tomando a hombre y caballo, los alzó por los aires.

Ardilla, recordando las palabras de la marquesa, gritó con el alma:
—¡Ave María!

El demonio, lleno de furia, lo arrojó con tal fuerza que Ardilla fue a caer sobre una gran peña, quedando su figura estampada en la roca, conocida desde entonces como “La Peña Blanca”, visible aún desde la población.

Dicen que hasta la fecha puede verse su silueta grabada en la piedra.
Y aunque todo fue cierto, el caporal Ardilla nada sufrió, y Lucifer quedó burlado.

— Prof. Alfonso Montañez